Los dos procesos de reparación colectiva que adelantan las víctimas de Machuca están a medio camino. Ninguno ha superado la tercera de las seis fases que incluye la ruta de reparación establecida por la Unidad para las Víctimas.

Por: Agencia de Prensa IPC

La montaña donde inició la tragedia está marcada con una cruz blanca. Desde allá se divisa, por partes, la corriente amarillosa del río Pocuné. Quizás a unos 500 metros se ven la cancha y las casitas filadas de Machuca, casco urbano del corregimiento de Fraguas. Y más allá, en el cerro del otro lado, está la mina de socavón que evidencia el oficio ancestral de los pobladores.

La masacre ocurrió en la madrugada del domingo 8 de octubre de 1998. Guerrilleros del Frente José Antonio Galán, del Ejército de Liberación Nacional (ELN), dinamitaron el Oleoducto Central de Colombia. El petróleo bajó por la falda de la montaña hasta el río. Poco después, los mismos subversivos dinamitaron el puente que permite llegar hasta el caserío.

La nueva explosión desató el fuego que se expandió por el río. Casi a las 2 a.m., las llamas subieron hasta llegar a la tubería averiada del oleoducto, que viene desde Casanare. Bolas de fuego surcaron el cielo hasta caer sobre una parte del caserío. El barrio que estaba más cerca del afluente, y cuyas casas eran casi todas de madera, se incendió. Los pobladores aún permanecían adentro.

Fabio Ruíz, dueño de un restaurante, recuerda esa noche: “Yo estaba entre dormido cuando escuché la explosión. Cuando me asomé, la capilla estaba rojiza y parecía que fuera el fin del mundo. Con mi mujer y los vecinos salimos despavoridos corriendo hacia un cerro. Delante de nosotros ya iban personas quemadas, a algunas se les veían las plantas de los pies blanquitas cuando daban los pasos”.

Para ese momento Margi Mosquera, líder de mujeres afrodescendientes, tenía 13 años. Aún se ve yendo hacia el cerro con su papá y su hermanito de cinco años. De allá, “bajé a las cuatro y media hasta la casa donde vivía una tía. Cuando entré, había mucha gente quemada y empezaron a pedirme agua. Yo, viendo eso, me impresioné y salí corriendo”.

Fabio había regresado un poco antes. “Regresamos a las 3 de la mañana y ya había muchas personas quemadas recogidas en la iglesia, ahí, carbonizadas sobre latas”. Al amanecer, integrantes de la Cruz Roja presentaron el consolidado del desastre: 84 muertos, más de 30 heridos y unas 40 casas destruidas por el fuego. “Eso fue algo muy triste y doloroso”, dice Fabio.

Pero el ELN, que se instaló en ese territorio desde la década de los setenta, no fue el único victimario de los pobladores de Fraguas. Posteriormente, por la época en que fueron instalados los dos tubos del oleoducto, arribaron los paramilitares del Bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Y, luego del incendio, surgió una estructura que se denominó “Héroes de Machuca”.

Según algunos pobladores ese grupo armado, a partir del 2001, ha sido responsable de asesinatos selectivos, masacres y desplazamientos. Alguien recuerda que, en febrero de ese año, los paramilitares sacaron a las personas de sus casas y, delante de todos, mataron a siete comerciantes, mineros y agricultores. Y hace un par de años también hubo un periodo en que bajaban a los pasajeros de los buses.

Foto: Agencia de Prensa IPC

Dos sujetos de reparación colectiva

El pasado 18 de octubre, el presidente Iván Duque estuvo en Machuca. Sosteniendo una margarita caminó por el caserío donde hoy viven aproximadamente 2.200 personas, hasta la Institución Educativa Rural Fray Martín de Porres. De esa manera, se unió al ritual anual para conmemorar a las víctimas de una tragedia que a algunos les quedó marcada como cicatriz en la piel.

Ese día, los pobladores del caserío —aproximadamente el 70 por ciento afrodescendientes— tenían la intención de interpelar al mandatario. Solo María Cecilia Mosquera, líder de las víctimas, pudo intervenir: “Esperamos que con la visita del Presidente lleguen las inversiones sociales, tales como servicios públicos, salud, educación, vías de acceso, para que esta población pueda salir adelante después de 20 años de que ocurrió la quema”.

Lo positivo al final del evento fue el anuncio oficial: a través del Departamento de Prosperidad Social, el mandatario se comprometió a priorizar seis mil millones de pesos para que sean invertidos en el proceso de reparación integral del corregimiento; de esos recursos, la mitad se destinarían para continuar la reparación individual, y el resto para avanzar en la reparación colectiva.

Eso generó expectativas entre las víctimas que están representadas por alguno de los dos sujetos de reparación colectiva que se crearon por oferta del Estado. El primero, integrado por tres consejos comunitarios de población afrodescendiente: Fraguas (98 familias), El Cenizo (más de 70) y El Cristo (alrededor de 60). Y el segundo —minoritario en este caso por ser población mestiza— constituido por campesinos.

El 6 de diciembre de 2014, cuando ambos procesos emprendieron la ruta de reparación colectiva, aún eran uno mismo cobijado por la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. No obstante, se separaron el 18 de febrero de 2015, pues los Decretos 4633, 4634 y 4635 de 2011, establecen un proceso de reparación diferenciado para grupos étnicos.

Desde entonces, y hasta el 31 de marzo de 2016, los dos procesos avanzaron en el mismo sentido pero a ritmos diferentes. Los afrodescendientes llegaron a la segunda fase denominada de alistamiento, mientras que los campesinos a la tercera, que consiste en el diagnóstico o caracterización del daño. Tanto los unos como los otros, que reconocen cuáles fueron los daños que les ocasionó el conflicto armado, ya habían pensado en posibles medidas reparadoras.

Jhon Robledo Palacio, representante legal del consejo comunitario de Fraguas, comenta que la primera medida que propondrán será la adquisición de tierras, porque “aunque somos reconocidos ancestralmente en el territorio, sin tierra no podemos ejercer autoridad para realizar consultas previas, por ejemplo. Y tampoco podemos tener proyectos productivos porque no hay donde sembrar”.

También considera que necesitan mejor atención en salud: “Hay un centro de salud que lo atiende una enfermera, pero no tiene médico permanente ni medicamentos; y la ambulancia la quieren mantener más en el municipio de Segovia que acá”. Además de eso, requieren una educación más cercana a su cultura, porque “de 33 profesores, solo hay tres plazas afrodescendientes, cuando deberían ser al menos el 50 por ciento”.

Jorge Zapata Ospina es integrante de la Junta de Acción Comunal de Machuca y del comité de impulso del sujeto de reparación de los campesinos. Igual que los afrodescendientes, hace énfasis en la necesidad de que haya acciones de reparación simbólica, “como un centro de memoria que nos cuente la historia, así sea plasmada en fotos. Y que digan: ‘aquí ocurrió esto, aquí vivió fulano…”. Lo otro es que “a raíz de la violencia, muchos sitios que eran turísticos, como los bañaderos a donde la gente salía, se perdieron”. Entonces, cree que el Estado los puede reparar a través de la construcción de espacios para la recreación y el ocio. Eso, y el centro de memoria, les permitirían incentivar el turismo ahora que se está construyendo una autopista para acortar distancias con Segovia y Zaragoza.

Algunas de esas medidas podrían ser satisfechas con recursos del Estado, otras a través de fuentes como la Sociedad Oleoducto Central S.A. Recientemente, la Corte Suprema de Justicia condenó a esa entidad a pagarles 9.400 millones de pesos a los familiares de las víctimas de Machuca. El argumento: tuvo responsabilidad civil en la tragedia por haber instalado el oleoducto tan cerca del caserío y no prever posibles consecuencias.

En todo caso, tanto afrodescendientes como campesinos saben que la reparación colectiva cobijará a la mayoría de los pobladores que comparten el territorio. En ese sentido, Jhon y Jorge coinciden en que así como hasta cierto punto todos han vivido hechos victimizantes durante el conflicto armado, todos tienen derecho a acceder a los beneficios generados por las acciones de resarcimiento que allí se implementen.

Perspectiva futura de la reparación

En el centro de Medellín, cerca de la iglesia de La Veracruz, está ubicada la sede territorial de la Unidad para las Víctimas. Ahí trabaja María Clara Espinosa como enlace territorial de Reparación Colectiva. Ella enumera las razones por las cuales los procesos de reparación colectiva de Machuca se quedaron sin acompañamiento institucional y suspendidos en una especie de limbo: “Una de las razones es que en la Unidad se hizo una reestructuración de los alcances del Programa de Reparación Colectiva, que no nos permitió avanzar. También hemos tenido dificultades de tipo administrativo, porque no hemos contado con operación logística”. Y, sumado a eso, “ha habido actores armados en el corregimiento que generan riesgos para el equipo de trabajo”.

Pero el escenario cambió luego del anuncio de destinación oficial de recursos que hizo el Presidente. De hecho, ya están construyendo el primer borrador del diagnóstico de los daños sufridos por los campesinos, que incluyen “daños al territorio, a las prácticas y proyectos colectivos, a las formas de organización y de toma de decisiones, y al autorreconocimiento y reconocimiento por terceros”.

Posteriormente, ellos deberán expresar si están de acuerdo con el contenido del diagnóstico del daño o, en caso de no estarlo, proponer los ajustes necesarios. Una vez aprobado, el comité de impulso tendrá que reunirse para formular el Plan Integral de Reparación Colectiva (PIRC), que puede incluir cuatro tipos de medidas a implementar: satisfacción, rehabilitación, restitución y garantías de no repetición.

Aunque Espinosa no está encargada del proceso de reparación colectiva de los afrodescendientes, porque es responsabilidad de la Dirección de Asuntos Étnicos, conoce el caso. Señala que los afrodescendientes aún no pueden pasar a la fase de diagnóstico porque, mientras no sean reconocidos como consejos comunitarios por el Ministerio del Interior, no tienen legitimidad para realizar consulta previa. Y ésta es requisito para aprobar o desaprobar decisiones. “Ellos aún no aparecen inscritos ante el Ministerio. Lo que deben hacer es, simplemente, realizar la diligencia ante la Unidad de Restitución de Tierras solicitando un título colectivo. Con esa solicitud se pueden inscribir”. Por eso, asegura, la Unidad ya hizo un acercamiento con el Ministerio para facilitar que los tres consejos comunitarios sean reconocidos como tal.

Más allá de las dificultades que se han ido resolviendo, Espinosa considera que han surgido propuestas viables de medidas de reparación para el corregimiento. Entre ellas, la restitución del centro de integración comunitario que, además de ser espacio de encuentro, funge como sede de la emisora local. Por ahora, el sitio está ocupado por integrantes de la Policía.

También, coincide con los pobladores en que una medida de satisfacción y no repetición podría ser la construcción de un museo de la memoria, como espacio para dignificar a las víctimas y a los sobrevivientes. En el mismo sentido, afirma que se deberían desarrollar ejercicios de resignificación simbólica de espacios que antes de ser escenarios de hechos victimizantes no les generaban temor.

Y, desde una perspectiva más humana, piensa que “necesariamente debería haber un fortalecimiento de los liderazgos, porque son quienes activan las prácticas comunitarias desde organizaciones como las juntas de acción comunal. Y, más a modo de atención psicosocial, procesos de dignificación de las mujeres que fueron víctimas de violencia sexual”.

Hasta ahora, la materialización de estas propuestas de reparación depende del cumplimiento de una promesa presidencial. Y de ello hay antecedentes: el gobierno de la época del incendio ofreció una indemnización de 10 millones a los familiares de cada víctima mortal, pero reclamarlos se convirtió en una odisea. Por eso ahora, los pobladores de Machuca, en Fraguas, esperan que por fin haya reparación colectiva.