10F es la expresión que, durante años, ha designado un acontecimiento trágico conmemorado por los estudiantes de la Universidad de Antioquia y la Universidad Nacional de Colombia en Medellín. El politólogo Nicolás Yepes recoge en esta columna diez hitos y explicaciones vinculadas a la memoria de ese jueves 10 de febrero de 2005, frente a la que persisten preguntas e incertidumbres.

Por Nicolás Daniel Yepes Grisales (a través de este nombre, hay muchxs que escriben este texto)

A la memoria de Paula Andrea Ospina Fernández

Diez de febrero de 2005: protesta, indignación, estudiantes, entusiasmo, UdeA, lucha, plazoleta Barrientos, memoria, consignas, fogatas, nerviosismo, capuchas, papas bomba, tropel, Esmad, gases, una gran explosión, confusión, quemaduras, pánico, gritos, dolor, humo, zozobra, Paula, Magaly, más gritos, silencio, muerte. Más silencio…

Rompo el silencio. Hoy es un día de afectos encontrados. Un día difícil, en el que a algunxs nos duele algo adentro. Mi ánimo es conmemorativo; mi semblante, sombrío. Enciendo una vela. Con su llama prendo una varita de sándalo. Suenan los “Nocturnes” de Chopin en mi computadora. La nostalgia me inunda. Hace veinte años, en febrero de 2005, yo tenía 17; Paula, 18, y Magaly, 22. El jueves 10 de ese mes y año se quedó grabado en mi memoria y en mi cuerpo con una contundencia impresionante. Allí permanecerá, quizás, hasta el día de mi muerte.

Ese día lo recuerdo vívidamente como pocos de mi vida. Aparte de todo lo que fue para tantas personas de la universidad y de la ciudad, fue también mi primer día de clases —­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­de introducción a la ciencia política— (algo me dice que los jueves no suelen ser los primeros días de clases, pero la memoria es así). Además, como me he habituado a decir, fue también el día de mi introducción a la política desde una perspectiva realista: la política como guerra.

La guerra, en efecto, era el fenómeno que destacaba en el contexto político nacional y local de ese momento histórico. El conflicto armado interno colombiano se encontraba en su periodo de mayor intensidad. A nivel nacional la política pública de guerra total —curiosamente denominada “seguridad democrática”— se encontraba en auge y se preparaba para reelegirse en el Gobierno nacional en 2006. En el ámbito local, habían transcurrido tan solo tres años desde la fatídicamente famosa operación Orión, de cuya macabra verdad apenas ahora la tierra de La Escombrera “ha comenzado a hablar”. El contexto del 10F era pues, ante todo, una ciudad de la derrota política y militar de los proyectos insurgentes de izquierda. En esa ciudad-contexto una generación de activistas estudiantiles decidió redoblar su apuesta, y nuevamente perdió.

En mi tesis de pregrado en Ciencia Política —lo que estudiaba también Paula—, Movimiento estudiantil y política en un contexto de guerra: Crónica de una generación extraviada en Medellín 2002-2010, finalizada en 2017 tras varios años de investigación con fuente primaria y secundaria, decía: “2005 marca evidentemente un punto de quiebre para la generación de activistas que venía de 2002. Después del espejismo de 2004 en el que una serie de aparentes victorias habían hecho ver al movimiento más maduro y organizado, más grande y fuerte de lo que realmente era, vino el 10F como un campanazo; como un espejo”. El campanazo aún resuena diáfano en mis oídos anunciando que desde el 10F ya nada es igual. En el espejo toda una generación se ha mirado y lo que el reflejo les ha devuelto lxs ha crispado. Lo que yo logro ver en el espejo del 10F —desde estos lugares que habito— me permite distinguir y contar diez figuras: estudiantes, riesgo, liderazgos, triunfalismo, confusión, irresponsabilidad, inexperiencia, infiltración, suceso trágico, silencio. Tras veinte años es hora de contar, por segunda vez, ese diez efe

Uno efe. Más de cien estudiantes universitarixs decidieron —desde su grado de conciencia de lo que hacían y sus consecuencias— ponerse una capucha para protestar contra la firma del TLC entre Colombia y Estados Unidos, haciendo uso de un repertorio de protesta contencioso y violento pero no homicida como es el tropel.

Dos efe. Ellxs estaban dispuestxs a manipular elementos que han demostrado ser más peligrosos para sí mismxs que para la “fuerza pública”, propios de un armamento popular relativamente conocido, principalmente compuesto por “papas bomba” (artefactos arrojadizos hechos de piedras recubiertas de pólvora de detonación por contacto y envueltas en papel de aluminio) y “cocteles Molotov” (botellas de vidrio llenas de gasolina con una mecha de tela que sobresale para encenderlas antes de arrojarlas).

Tres efe. Entre tales manifestantes, se distinguían algunos más experimentados en este tipo de confrontaciones, repertorios y artefactos —la generación de activistas que se formaron en ciclos de protesta previos, como 1999 o 2002—, quienes se encargaron de planear la protesta y de liderar diversos grupos de entre diez y treinta manifestantes cada uno.  

Cuatro efe. En los momentos previos e iniciales de la protesta se sentía en la universidad un ambiente festivo, entusiasta y triunfalista —según numerosos testimonios recopilados—, lo cual contribuyó al relajamiento de las medidas de cuidado, protección y seguridad de lxs manifestantes.

Cinco efe. Posteriormente, una sensación generalizada de desorden y confusión se comenzó a producir durante la protesta como resultado de un intento poco exitoso —y más bien conflictivo— de coordinar sobre la marcha los recursos, las personas y la conducta de seis o más grupos de manifestantes que allí concurrieron.

Seis efe. Quienes lo presenciaron hablaron de una organización y gestión irresponsable de las “cocinas” —lugares de fabricación y distribución de los artefactos arrojadizos—, en las cuales fácilmente pudieron entrar en contacto —por su cercanía unos con otros— los elementos explosivos con los elementos incendiarios y todo ello en una ubicación altamente expuesta —vecina a la portería de Barranquilla donde se encontraba el Esmad— a los elementos arrojadizos de la “fuerza pública”, tales como gases lacrimógenos, granadas aturdidoras, etc. 

Siete efe. También se menciona en múltiples testimonios la designación irresponsable para la tarea de “cocinerxs” de algunxs estudiantes inexpertxs e insuficientemente entrenadxs para la fabricación de los artefactos arrojadizos, explosivos e incendiarios.

Ocho efe. Adicionalmente, todas las versiones coinciden en hablar de la presencia de varias personas encapuchadas que no portaban el distintivo de ninguno de los grupos allí convocados, pero que también se acercaban a las “cocinas” y reclamaban exitosamente artefactos; personas entre quienes se encontraban tanto estudiantes que espontáneamente se sumaban de manera individual o en pequeños grupos, como también agentes estatales y paraestatales que, como es bien sabido, realizaban operaciones encubiertas de ese modo.

Nueve efe. Se produjo una explosión en las “cocinas”, lo cual causó quemaduras múltiples a quienes allí se encontraban o por allí transitaban —quemaduras mortales en el caso de las dos estudiantes de la Nacional, Paula y Magaly—, así como un efecto inmediato de conmoción y pánico que desembocó en la desbandada de todos los grupos organizados.

Diez efe. Tras un intento fugaz de romper el silencio por parte de oradores veteranos que hacían un admirable esfuerzo por transformar la derrota y la tragedia en moral combativa y romanticismo revolucionario, nuevamente el miedo y el silencio procedieron a tragarse todo a su paso por la plazoleta, la universidad, y los humanos corazones.

Solo hasta diez me es posible contar, porque la tragedia fue un diez, porque los casi 19 años de Paula se convierten en un diez al sumar sus dígitos, porque 10+2+2005 es otra vez 19, que es diez; porque diez es un final que abre el inicio de algo nuevo, es un uno. Una generación de activistas estudiantiles que debió, por la fuerza bruta de los acontecimientos y el estruendo conmovedor de un campanazo, dejar atrás un pasado romantizado de repertorios violentos, de contactos con las milicias de la ciudad, de tropeles de masas como forma ilusoria de hacer la revolución desde la universidad. Una generación que tuvo que mirarse en un duro espejo y ver en él una imagen diferente. Todo se acabó y todo comenzó de nuevo.

Después de la explosión vinieron la persecución, los allanamientos, las capturas masivas — la fatídica operación policial Álgebra II—, las investigaciones judiciales, las amenazas con listas, los exilios, los engrosamientos de filas guerrilleras con manos y piernas estudiantiles. Vino la otra desbandada: el reflujo del movimiento estudiantil. Vendrían después nuevas formas organizativas, nuevos repertorios, nuevos discursos. El énfasis universitario en los derechos humanos, la solidaridad y la memoria. También algunos saldrían para ir a fortalecer otros movimientos sociales urbanos, de vuelta en los barrios, en los procesos organizativos comunitarios barriales.

Pero ese tiempo también pasó. Habiendo transcurrido veinte años desde entonces, persisten en el ambiente universitario preguntas de difícil respuesta, tales como: ¿qué fue exactamente lo que ocurrió en el momento de la explosión?, ¿quiénes serían —si los hubo— los responsables de la muerte de Paula y Magaly?, ¿cómo esclarecer la verdad y garantizar que no se repitan estos hechos lamentables? La investigación que realicé arduamente durante años en el marco de mi tesis de pregrado no me permitió el esclarecimiento detallado de lo ocurrido ese día. Es tan probable que la explosión haya sido producto de un accidente previsible —porque se sumaron inexperiencia, desorden, irresponsabilidad y descuido en la zona de elaboración de artefactos explosivos e incendiarios— como que haya sido producto de un sabotaje premeditado por parte de agentes estatales o paraestatales. Incluso pudo haber sido una combinación de ambas, pero es probable que nunca se sepa con certeza.

Ante dicha incertidumbre, solo queda buscar maneras de pasar la página para continuar, formas que contengan verdad y que apunten a la no repetición de los errores, los crímenes ­—si los hubo— y los daños. En este caso las responsabilidades individuales, al estilo jurídico-penal de la identificación de los culpables victimarios, no resulta viable. Más allá de ese afán retaliativo, una lectura analítica, histórica y política apuntaría más bien a que lo ocurrido ese día diez —como una parte de lo ocurrido durante esos diez años aciagos para nuestra historia como nación (1995-2005)— es responsabilidad de una alianza de fracciones de clases dominantes, aquellas que —tras el pacto democrático del 91 que excluyó premeditadamente a las FARC y al ELN— eligieron como proyecto hegemónico el camino de la guerra total contra la insurgencia y contra todas las manifestaciones sociales de apoyo a las transformaciones sociales igualitarias y de justicia social redistributiva. Ese bloque en el poder, que por la identidad política de su fracción hegemónica se designó a la postre como “uribismo”, empujó a diversos sectores populares organizados a buscar recursos desesperados y peligrosos para tratar de equilibrar una correlación de fuerzas cada vez más asimétrica contra un Estado que los trataba como enemigos y objetivos militares. Esa peligrosa búsqueda es la que puede explicar el 10F y apuntar a responsabilidades más ciertas.

Particularmente es interesante analizar el papel del Esmad, un escuadrón de policías acorazados y entrenados para lesionar, herir y neutralizar —incluso matar— a manifestantes civiles. Este cuerpo especial fue creado en 1999 con el propósito de darles un tratamiento de guerra —guerra asimétrica contrainsurgente— a la protesta ciudadana y los movimientos sociales, los cuales eran concebidos por el bloque en el poder como “infiltrados” y controlados por las insurgencias armadas, todo en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional y su correspondiente premisa de combatir a un enemigo interno. Para enfrentarse a esos temibles “robocop” del Esmad, con quienes ya no era viable una confrontación cuerpo a cuerpo, ni era efectivo el uso de las piedras y los palos, el movimiento estudiantil optó por el uso intensivo y extensivo de la pólvora y el fuego en la protesta; con los resultados trágicos que conocemos, de los cuales el 10F se constituye en caso ejemplar. Aquí hay una responsabilidad histórica y política por la cual algunas élites regionales y nacionales tendrán que responder más temprano que tarde.  

Pero más allá de la atribución de responsabilidades y de los veredictos de los innumerables jueces sociales, yo prefiero pensar en Paula y Magaly como mucho más que víctimas. En un sentido literal, es verdad que ellas fueron víctimas de un daño físico producto de una explosión premeditada o accidental. En un sentido más general, es verdad que los movimientos sociales en su conjunto fueron víctimas de una política de guerra total, persecución, masacres, asesinatos selectivos, torturas y todo tipo de daño; política promovida por un bloque en el poder contrainsurgente que se configuró a partir de 1995. El reconocimiento de estas verdades no implica, sin embargo, que debamos recordar a Paula y Magaly, ni al movimiento estudiantil del que hicieron parte, con la identidad exclusiva de las víctimas.

Ellas experimentaron la existencia de muchos modos. Ellas fueron también mujeres, fueron estudiantes, fueron hijas y hermanas, fueron militantes revolucionarias de izquierda, fueron lectoras y escritoras, fueron soñadoras. Ellas fueron luchadoras sociales. Ellas tenían miedo pero aun así hicieron lo que consideraban correcto frente a una condición generalizada de desigualdades e injusticia social. Ellas decidieron enfrentarse a las fuerzas represivas del Estado en un momento de guerra total contrainsurgente: un acto de valentía incuestionable. En un mundo tan miserable y sombrío, ellas eligieron vivir, amar y luchar. Por ellas, Paula y Magaly, brindo esta noche de luna llena, a la luz de una vela cuya llama aún no se extingue.

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* Nicolás Yepes es consejero ético y eterno aprendiz de filosofía, historia y política. Estudia, investiga y enseña en la Universidad de Antioquia desde hace veinte años. En la actualidad trabaja como docente en la Escuela Interamericana de Bibliotecología y en la Universidad Eafit. Hace parte de los grupos de investigación Estudios Políticos e Investigaciones Filosóficas y Sociales sobre el Cuerpo.

Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de Hacemos Memoria ni de la Universidad de Antioquia.