En esta zona de Antioquia, donde el 33 por ciento de la población ha sido víctima del conflicto armado, priman discursos empresariales y políticos que tratan de ocultar la violencia en la región. Así lo refirieron investigadores, habitantes y líderes sociales.

 

Por: Pompilio Peña Montoya

Foto de portada: Juan Camilo Castañeda

‘Remanso de paz’ es el apelativo con el que líderes políticos y sociales se refieren al Suroeste antioqueño, en un discurso que niega la violencia que vivió la región en medio del conflicto armado entre guerrillas, paramilitares y fuerza pública. De esa forma lo refirió el informe Suroeste antioqueño, un conflicto silenciado 1984 – 2016, entregado a la Comisión de la Verdad por el Centro Fe y Culturas y la corporación Conciudadanía.

En esta región, describió el informe, “la amenaza contra quienes denunciaran, utilizada por todos los grupos, sumada a una especie de acuerdo de élites para proyectar hacia el exterior una imagen de ‘aquí no pasa nada grave’, generó en los familiares de las víctimas miedo y hasta vergüenza por la estigmatización y el señalamiento”. Aún hoy, agregó el estudio, predominan en el territorio el miedo, la desconfianza, el autoritarismo y la “paz impuesta”, lo que dificulta para las víctimas los ejercicios de memoria y la exigencia de sus derechos a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición.

Este fenómeno de silencio y miedo llama la atención en una región que reporta 125.078 víctimas del conflicto armado desde 1985, según datos del Registro Único de Víctimas, lo que corresponde al 33 por ciento de la población total del Suroeste: 377.798 habitantes de acuerdo con las cifras del Departamento Nacional de Estadísticas (Dane). A lo anterior se debe agregar que en los últimos años el territorio ha enfrentado un resurgimiento de la violencia asociada a la disputa entre el grupo posparamilitar Autodefensas Gaitanistas de Colombia y bandas criminales adscritas a La Oficina, confrontación que ha generado asesinatos selectivos y masacres, siendo las más recientes la ocurrida el 10 de enero de 2021 en el municipio de Betania, donde hombres armados asesinaron a tres personas en una finca, y la registrada el 17 de febrero en el corregimiento Tapartó del municipio de Andes, donde fueron asesinadas cinco personas.

Considerando los antecedentes y el contexto actual de la región, el informe Suroeste antioqueño, un conflicto silenciado concluyó que la actitud de algunos sectores sociales y políticos, de olvidar y silenciar los hechos derivados del conflicto armado y las diversas violencias que ha sufrido la región, termina siendo una deshonra para las víctimas y los sobrevivientes.

 

Movimientos sociales, víctimas de la violencia

El investigador del Centro de Fe y Culturas, Mauricio Zapata Gallego, quien participó en la elaboración del informe, manifestó que para entender lo que ocurrió en esta región es necesario remontarse a los años sesenta del siglo pasado, posterior a la llamada época de La Violencia, cuando en plena bonanza cafetera hubo un surgimiento amplio de movimientos campesinos, sociales, estudiantiles y sindicales, que fueron mal vistos por una élite empresarial y política de predominio conservador, la cual era desconfiada y prevenida de las expresiones sociales.

Los movimientos sociales, que adquirieron fuerza en las décadas de los setenta y ochenta, fueron inspirados en la Teología de la Liberación, un fenómeno eclesiástico y político cuyo principio es la opción preferencial por los pobres. En el Suroeste, la expansión de dicha teología fue liderada por el entonces obispo de Jericó, Augusto Trujillo, “quien en su afán de generar cambios trascendentales en la población, puso en funcionamiento el proyecto Experimento en el municipio de Pueblorrico, liderado por el padre Ignacio Betancur”, expresó un habitante de la zona cuyo testimonio fue citado en el informe.

Esta experiencia desencadenó la creación de al menos 30 organizaciones sociales en varios municipios del suroeste, entre ellas la Juventud Estudiantil Católica y la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc) que, además de luchar por la defensa de la tierra, contribuyeron a gestar el movimiento estudiantil para la alfabetización y la educación formal de campesinos analfabetas, refirió el informe.

Pero el trabajo del padre Betancur con labriegos de bajos recursos y su impulso a la creación de organizaciones populares con el fin de reivindicar los derechos de campesinos e indígenas, terminó el 13 de noviembre de 1993 cuando fue asesinato en zona rural del municipio de Tarso. Según Mauricio Zapata, para entonces operaban en la región varios grupos de corte paramilitar que venían estigmatizando y asesinando de forma gradual a líderes sociales bajo la consigna de la llamada ‘limpieza social’.

Y es que el Suroeste antioqueño fue una de las regiones de Antioquia donde el conflicto se expresó con mayor intensidad y donde hicieron presencia los distintos actores armados. Además de los paramilitares, que conformaron el bloque Suroeste de las Autodefensas Unidas de Colombia, en este territorio también hicieron presencia el Frente 34 de las Farc en los municipios de Urrao, Ciudad Bolívar, Salgar, Betulia, Andes, Concordia, Caramanta, Jardín y Támesis; el Ejército de Liberación Nacional (ELN) con el Frente Che Guevara en Andes, Jardín, Betania, Jericó, Valparaíso, Montebello, Tarso, Santa Bárbara, Salgar y Ciudad Bolívar; el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Movimiento 19 de Abril (M-19).

Acerca de la manera como el conflicto armado impacto a los movimientos sociales en el Suroeste, Rodrigo Osorno, investigador del Instituto Popular de Capacitación (IPC), manifestó que el ambiente de agitación política y social que vivió la región sufrió una arremetida de la violencia en los años noventa cuando se instaló con fuerza el paramilitarismo “que dio pie a que fueran desapareciendo poco a poco las organizaciones civiles, sin que el Estado hiciera una presencia efectiva para amparar, sobre todo, a la población civil que no tenía nada que ver con las confrontaciones armadas. El periodo de mayor terror llegó a finales de los noventa, cuando la violencia no le permitió mínimamente a la comunidad denunciar lo que estaba pasando”.

 

Una narrativa que dejó por fuera la violencia

Según Rubén Fernández Andrade, subdirector del Centro de Fe y Culturas, la violencia que vivió el Suroeste a finales de los noventa, cuando se incrementaron las masacres, los asesinatos, las amenazas, los secuestros y los desplazamientos forzados, quedó invisibilizada porque en ese mismo periodo la atención de la opinión pública se centró en la región del oriente antioqueño que, entre 1999 y 2001, vivió fuertes arremetidas paramilitares y guerrilleras. Esta situación, observó, le robó visibilidad a municipios como Urrao y Betulia, en el Suroeste, que fueron dos de las poblaciones más afectadas por los asesinatos y los  desplazamientos.

El desplazamiento en el Suroeste antioqueño fue de 70.753 personas entre los años 1984 y 2016 según datos del informe Suroeste antioqueño un conflicto invisibilizado.

“Este tipo de imagen nunca pasa sin que los medios de comunicación jueguen un papel. La verdad, en medio de la confrontación había una cosa triste y es que en este país se llegó a competir por el horror. Así que al lado de una bomba y una serie de masacres, como ocurrió en Granada en el 2000, los sucesos que ocurrieron en el Suroeste no tuvieron mayor importancia para los medios”, añadió Rubén Fernández.

Entre tanto, Orlando Cano Medina, líder social en el municipio de Salgar, manifestó que el silencio de las víctimas del Suroeste antioqueño, a la hora de denunciar los crímenes de los actores armados, y su falta de iniciativa para realizar ejercicios de memoria se debe a dos factores: “por una parte, porque muchos de los actores que lideraron grupos al margen de la ley aún siguen en el territorio, como empresarios, políticos o incluso líderes. Por otra parte, creo que es muy necesario que en la región se haga un trabajo psicosocial más fuerte con las víctimas y que también expliquen lo que fue el Proceso de Paz y qué es el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, con el fin de que las víctimas conozcan sus derechos, tengan la confianza para contar lo que les sucedió y adelanten iniciativas de reconciliación y sanación donde la memoria sea un eje trasversal”.

Orlando Cano afirmó a Hacemos Memoria que una de las formas de imponer el silencio entre las víctimas se dio por la dinámica sistemática y progresiva del conflicto, configurada en un territorio de grandes hacendados y familias campesinas de bajos recursos que se fueron organizando. Mientras los primeros se defendían de la extorsión y el abigeato con vigilancia armada, los segundos se veían obligados a no decir qué grupo estuvo o pasó por su parcela, pues corrían el riesgo de ser señalados de colaborar con uno u otro bando, fuesen guerrilleros o paramilitares. “Se conocen historias de familias con integrantes asesinados por esto, familias que vivían muy alejadas de cascos urbanos y no tenían más opción que aprender a convivir con el miedo”, dijo.

Para ilustrar lo anterior, Orlando Cano recordó que a finales de los noventa, cuando vivía con su familia en la ruralidad de Salgar, un tío suyo le contaba que, en el sector conocido como Las Brisas, a pocos kilómetros de la vereda Mata Siete, era común hallar a la vera del camino a campesinos agonizando o asesinados por los paramilitares, simplemente porque sospechaban que eran colaborados de las guerrillas o por no llevar la tarjeta de identidad.

Por su parte, el activista político Pastor Jaramillo, quien hizo parte de varias iniciativas civiles en la región y vivió el hostigamiento, recordó que en Andes era “prácticamente un delito” conformar consejos estudiantiles, y los jóvenes que eran descubiertos en actividades como la alfabetización de campesinos e indígenas, eran obligados a barrer y a trapear el comando de la policía.

Pastor Jaramillo recordó, por ejemplo, que “en Andes nació el primer Sindicato de Trabajadores Oficiales de los Municipios de Colombia, con la ayuda de un sacerdote que se llamaba Hugo Salazar. Recuerdo que meses después de conformado el movimiento, quienes hacían parte de este en Salgar fueron citados por paramilitares para obligarlos a firmar documentos en los que quedaba constancia que renunciaban al sindicato. Quienes se opusieron a firmar, poco a poco, y en diferentes municipios, fueron asesinados”.

 

La responsabilidad de empresarios y terratenientes

Lucía Osorno Ospina, víctima de desaparición y quien hizo parte de procesos sociales en el municipio de Pueblorrico en los años ochenta, afirmó que en la región “los terratenientes siempre han buscado organismos secretos que protejan su territorio. Así llegaron las Autodefensas Unidas de Colombia al Suroeste, adquiriendo poder y asesinando no solo a líderes sociales sino también a consumidores, prostitutas y personas LGBTI que hacía pasar como si fueran parte de algún grupo insurgente”.

El informe Paramilitarismo e impunidad, violaciones de los Derechos Humanos en las Zonas 1 y 2 del Suroeste Antioqueño, entregado a la Comisión de la Verdad por la Corporación Jurídica Libertad, señaló el periodo entre 1985 y 2007 como el marco en el que se dieron las más fuertes disputas entre las insurgencias, el paramilitarismo, los movimientos sociales, las élites locales y el Estado. El estudio sostuvo que “las élites locales para conservar el orden social y el clientelismo, facilitaron la agrupación de estructuras de autodefensa armadas, que posteriormente y con responsabilidades de políticos y empresarios de esferas de la opinión pública regional y nacional, financiaron y fomentaron la incursión y consolidación de las distintas estructuras paramilitares en la subregión”.

Los grupos paramilitares, según el estudio, operaron en el territorio con grupos privados de autodefensa (1988 – 1994), cooperativas de seguridad o Convivir (1995- 1997), las ACCU (1995-1997) y el Frente Cacique Pipintá (1998-2007), siendo este último grupo el que causó con mayor intensidad homicidios, desplazamientos y masacres. Solo entre los años 1998 y 2006 se contabilizaron 53 masacres que dejaron 439 víctimas mortales, refirió el informe de la Jurídica Libertad.

“En Venecia, finca La Arabia, en noviembre de 1993, asesinaron cinco personas. En Andes, asesinaron cuatro personas en el sitio El Bosque, cerca del casco urbano, en noviembre de 1996, y ejecutaron siete personas en el corregimiento Buenos Aires en diciembre de 1998. En Urrao, mataron a cuatro campesinos en Punta de Ocaidó, en noviembre de 1977; además de la masacre de 21 personas en la vereda El Maravillo del corregimiento La Encarnación el 28 abril de 1998. En Angelópolis ejecutaron cuatro campesinos en la vereda La Promisión, en junio de 1999. En el año 2000 hubo masacres en el corregimiento La Estación de Angelópolis. En el casco urbano de Támesis asesinaron cinco personas y en sus veredas La Alacena y en Riofrío, asesinaron a otras cinco”, registró el informe Suroeste antioqueño, un conflicto silenciado.

Cabe anotar que la fuerza pública también tuvo responsabilidad en algunas de estas masacres en la región. Una de las más recordadas ocurrió el 15 de agosto del 2000, en la vereda La Pica del municipio de Pueblorrico, cuando soldados del Batallón de Infantería Nº 32 Pedro Justo Berrío dispararon contra 48 de estudiantes de la escuela veredal que se dirigían a un paseo escolar. Seis niños, con edades entre los 6 y los 11 años, murieron en el ataque. Lea también: Militares que asesinaron a seis niños en Pueblorrico podrían ser juzgados por la JEP

Pese a que estas situaciones de violencia fueron una realidad en el Suroeste, la narrativa que se ha construido de la región ha terminado por excluirlas, en parte, según el informe de la Jurídica Libertad, porque políticos, hacendados, ganaderos y mineros, entre otros sectores, conformaron hace poco más de 30 años el Encuentro de Dirigentes del Suroeste Antioqueño, que se reúne cada tres años con el fin de proyectar las políticas de los municipios en sus ejes económicos y turísticos, sin que se toquen temas como el secuestro, el homicidio, las masacres, el desplazamiento, la amenaza y la estigmatización de líderes sociales; “convirtiéndose en un grupo permanente que se piensa y construye la política y la cultura dominante en la subregión”, afirmó el estudio.

 

Resistir y hacer memoria

En la actualidad en el Suroeste existen experiencias colectivas de resiliencia y afrontamiento a las dinámicas y secuelas de la guerra, prácticas que han sido posibles tras la disminución del conflicto armado en la región. Entre ellas están: el Comité de Concertación Social en Pueblorrico, el Programa Sueño Latinoamericano de la Emisora Santa Bárbara y el Proceso de apoyo psicosocial a través de las Promotoras de Vida y Salud Mental (Provisames), implementado por la Corporación Conciudadanía desde hace 10 años en 11 municipios de la subregión.

Las Mesas de Participación de las Víctimas del Conflicto Armado también han sido importantes en este proceso de dignificación de las víctimas, así como la Asociación Subregional de Mujeres del Suroeste Unidas por un Mismo Ideal, y el Cinturón Occidental Ambiental (COA), que desarrolla acciones en municipios del Suroeste y Occidente antioqueños, donde promueve la articulación campesina, indígena, ambiental y social en búsqueda de la defensa medioambiental y la gestión colectiva del territorio.

Mauricio Zapata destacó estas iniciativas de la sociedad civil porque, según él, han permitido que grupos ciudadanos y de víctimas puedan desarrollar actividades conjuntas con el fin de explorar experiencias de sanación y desahogo. “Son efectos de naturaleza psicosocial que no son tan visibles y, entre comillas, no son ‘contables o narrables’. Entonces nos parece importante promover que la población, que los grupos de víctimas, hablen de este impacto del conflicto, en actividades que les permitan sanar el resentimiento, nacido dentro de una dinámica tan prolongada y sistemática de violencia”, explicó el investigador, quien añadió que en Urrao, Betulia, Salgar y Concordia, municipios donde se dio la mayor confrontación, aún es necesario rescatar la memoria de las víctimas.

Entre tanto, en el municipio de Jardín, agregó Mauricio Zapata, es necesario hacer memoria frente al tema del secuestro, ya que fue el poblado más afectado por este flagelo con 17 casos entre los años 1984 y 2020. Sin embargo, en esa población “hay una negación consiente de este crimen, promovida por una élite que ha avivado una hegemonía cultural que tratar de negar y esconder eso, cuando las víctimas piden reconocimiento”, afirmó.

En la actualidad pareciera que la violencia ha comenzado a ensañarse de nuevo con este territorio, expresó Mauricio Zapata, quien hace seguimiento a la violencia que ahora es ejercida por un enemigo creciente: el narcotráfico y los grupos que se pelean el dominio del territorio con el fin de captar rentas ilegales como la extorsión. “El dato oficial es que desde el primero de enero del 2020 y hasta febrero del 2021, en el suroeste se han contado 9 masacres, en las cuales han perdido la vida 38 personas”, afirmó el investigador, quien anotó que Amagá con 41 homicidios en los últimos 15 meses es uno de los municipios más afectados por este nuevo ciclo de violencia.