El acuerdo Gobierno-FARC no contempló una transformación de las funciones de las Fuerzas Militares, pero en meses recientes se ha visto una tendencia a que parte de sus integrantes apoyen las labores de la Policía en capitales departamentales. Mientras, la ONU ha solicitado que, por lo menos en Medellín, no continúen con estas actividades. Analistas dan pistas sobre el fenómeno.

Por: Carlos Olimpo Restrepo S.

En ocho ciudades capitales de Colombia, las Fuerzas Militares apoyan acciones de seguridad urbana. En Medellín, la presencia del Ejército es más evidente en las comunas 7 (Robledo) y 13 (San Javier) y en el corregimiento Altavista, zonas donde se ha identificado presencia de bandas delincuenciales, algunas de ellas remanentes de grupos paramilitares.

Este refuerzo, sin embargo, no garantiza cambios en las condiciones reales de seguridad en las ciudades y muestra de ello es el hecho de que Altavista y San Javier, por ejemplo, presentan un incremento del 105 y el 59 por ciento respectivamente, en el número de homicidios ocurridos entre el 1 de enero y el 8 de noviembre de 2018, en comparación con el mismo periodo de 2017, según el Sistema de Información para la Seguridad y la Convivencia (Sisc) de la Secretaría de Gobierno de Medellín. En Robledo hay un descenso del 22 por ciento, pero es la tercera comuna en número de asesinatos. Esta situación, entre otras razones, llevó a que el pasado octubre, Naciones Unidas solicitara a la administración local y al gobierno nacional, el repliegue de las unidades desplegadas en la capital antioqueña.

Sin embargo, tras el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, los mandos de las Fuerzas Armadas, con el respaldo del Ejecutivo, han mostrado la intención de que los militares apoyen los planes de seguridad en grandes urbes y, para ello, en diciembre de 2017 se creó el Comando de Apoyo de Operaciones Urbanas del Ejército.

Por eso está abierto hoy el debate sobre cuál debe ser el papel de los militares en el posconflicto con las FARC y si es conveniente o no convertirlos en una fuerza de apoyo para acciones que, por norma constitucional, debe desarrollar la Policía.

Casos destacados

No es que en medio del conflicto armado colombiano los militares se hayan dedicado de manera exclusiva a combatir a los grupos insurgentes y que solo hoy sea necesario analizar este asunto.

El miércoles 28 de agosto de 1985, a las 6:30 de la mañana, concluyó la Operación Oiga, caleño, vea, una de las primeras acciones militares de gran magnitud en una ciudad capital colombiana. El barrio Los Cristales, del sector de Siloé, en Cali, fue el escenario donde entre 500 y 1.000 hombres (las versiones entregadas en la época a los medios de comunicación difieren bastante) de la Tercera Brigada del Ejército, con el apoyo de la Policía y del desaparecido DAS, acabaron con la vida de Iván Marino Ospina, entonces jefe del M-19, y otro guerrillero.

Diecisiete años después, la madrugad del 16 de octubre de 2002, en la comuna 13 de Medellín empezó Orión, la operación militar urbana más grande realizada hasta hoy en Colombia: 1.500 hombres de las Fuerzas Militares (Ejército y Fuerza Aérea), Policía, DAS y Fiscalía entraron a este sector de la capital colombiana para acabar con los grupos guerrilleros.

Los resultados oficiales: seis civiles, seis guerrilleros y cuatro miembros de la fuerza pública muertos durante los combates, que duraron tres días. También se reportaron alrededor de 200 heridos, en su mayoría civiles, 243 detenidos (más de la mitad fueron dejados en libertad en los meses siguientes y cinco años después apenas dos fueron condenados). Con posterioridad, informes de organismos defensores de derechos humanos establecieron que durante y tras la acción oficial se presentaron infracciones al Derecho Internacional Humanitario que concluyeron en la desaparición de decenas de personas —alrededor de 70 establecen algunas entidades, otras consideran que son más de 100—, la mayoría a manos de grupos paramilitares.

Pero estas no son las únicas acciones de fuerzas militares en las grandes ciudades colombianas. De hecho, muchas manifestaciones en los centros de educación superior fueron reprimidas con batallones, como fue el caso de la marcha de estudiantes de la Universidad Nacional, el 9 de junio de 1954 en Bogotá, que terminó en masacre; o en la Universidad de Antioquia, que, por ejemplo, el 22 de agosto de 1966 fue puesta bajo control militar, lo mismo que el 8 de junio de 1973, tras el asesinato de Fernando Barrientos a manos de un agente del DAS. En 1984, de nuevo en la capital del país, militares participaron en el desalojo de las residencias estudiantiles de la Nacional, en un caso que dejó 17 estudiantes muertos.

Cruce de funciones

Estos hechos, entre otros, dejan claro, según analistas, que las Fuerzas Militares no son las más idóneas para actuar dentro de las ciudades, pues su filosofía y entrenamiento deben responder a otras necesidades, como la defensa de la soberanía nacional y de la integridad territorial, es decir, están para defender al país de amenazas externas y de algunas internas.

“En Colombia ha habido un traslape de funciones entre Policía y Ejército, es una anomalía jurídica y funcional, que ha sido parte de la debilidad de la fuerza pública, porque en momentos en que se ve que la policía no alcanza a cumplir determinado tipo de funciones se pone al Ejército a hacerlas”, asegura Jorge Giraldo, decano de la Escuela de Humanidades de la Universidad Eafit.

El académico diferencia las acciones de presencia y las operativas. Las primeras “se han vuelto parte del paisaje, en el sentido en que se ven como naturales. Otra cosa son las operaciones, que han sido mucho más problemáticas, porque las Fuerzas Militares tienen un adiestramiento para el combate en zonas que no son urbanas y, por eso, las operaciones en los centros urbanos han sido muy problemáticas”.

Con este punto de vista coincide el docente e investigador Max Yuri Gil. “Tenemos el problema de que el conflicto armado interno que hemos vivido más de 60 años ha desdibujado los roles y las competencias de la fuerza pública. Por un lado, hay una policía altamente militarizada, que cumple labores de competencia de los militares, como la lucha contra los grupos insurgentes, y, por otro lado, metimos al Ejército a labores de patrullaje y de protección de la convivencia y del orden ciudadano, lo cual es una cosa terrible desde el punto de vista institucional y constitucional, porque eso es una militarización de la vida cotidiana”.

Ambos destacan que esto ha llevado que la población vea como algo normal la presencia de militares en la vida cotidiana de las ciudades. “En muchos territorios, dada la corrupción de la Policía, la gente pide la presencia del Ejército”, afirma Gil, a lo que Giraldo recuerda que “las propias comunidades ven esto con buenos ojos. Una explicación de esto es que si se miran, por ejemplo, las encuestas de Gallup o de Latinobarómetro, la institución con mayor opinión favorable en el país es el Ejército, incluso por encima de la Iglesia Católica”.

La docente Irene Piedrahíta, del Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia, considera que la tendencia a convivir con la presencia de Policía o Ejército en las calles “hace parte de la idea de que la única manera de garantizarle a los ciudadanos seguridad en las zonas urbanas es a través de las intervenciones con la fuerza. Eso es una mirada muy obtusa de la seguridad, porque termina entendiéndose que la única forma de resolver problemas de orden público es sólo mediante la fuerza”.

Añade que “no se entiende que la seguridad hace parte de un sistema mayor, que es uno de los asuntos que tiene las sociedades y, en ese orden de ideas, para poder garantizar seguridad no solamente se puede decir que se va a intervenir por la fuerza, que es la forma tradicional del Estado. (…) Muchas veces estas acciones no se hacen con el fin de lograr resultados sino que simplemente buscan generar miedo en la población”.

Y entonces, ¿qué hacer?

“En la medida en que uno no entienda la seguridad como parte de un todo y que efectivamente no se hagan acciones que incluya ese todo, va a ser muy difícil que se logre en resultados a mediano y largo plazo”, sostiene la profesora Piedrahíta.

Max Yuri Gil recuerda que “cuando se estaba negociando en La Habana se empezó a manifestar, por parte de algunos sectores, no propiamente en la mesa sino en los alrededores, sacar a la Policía del Ministerio de Defensa, como debe ser, porque se supone que es un dispositivo ciudadano de control. Sin embargo, la cúpula de la Policía se opone a esa reforma, porque considera que pierde peso. Esto es algo muy de la cultura militarizada colombiana Y es que la policía no reivindica su rol de un agente más cercano a la sociedad civil sino que, al contrario, revindica su rol como fuerza de choque”.

Explica que “la capacidad de combate que tiene hoy la Policía en centros urbanos no necesita los soldados para complementar su accionar, eso más que una función operativa, cumple una función simbólica”, pero ni aun así considera que se debe mantener su despliegue en las ciudades.

Jorge Giraldo también se refiere a las negociaciones Gobierno-FARC para explicar su posición: “Cuando se estaba discutiendo el posconflicto, el escenario ideal era que tras la desmovilización de esa guerrilla, una parte importante de las Fuerzas Militares iba a quedar sin mucho que hacer, entonces se podía reducir su tamaño. En otro momento se debatió que no era reducir el tamaño, pero que sí se podían cambiar la destinación de personas de las fuerzas militares de actividades de contraguerrilla a otro tipo de actividades. Pero en una situación como la de Medellín hoy, no se requiere ese tipo de presencia”.