Los libros de Svetlana Alexievich (Nobel de Literatura en 2015) son un referente para la investigación periodística de los hechos principales de la historia. En ellos, la autora refiere, desde las voces de los sobrevivientes, acontecimientos como la Gran Guerra Patria, el conflicto bélico entre la URSS y Afganistán, y el desastre nuclear de Chernóbil. Presentamos una reseña que vincula el periodismo y la construcción de memoria, así como el relato personal con la historia nacional.

Por Margarita Isaza Velásquez

Svetlana Alexievich lo ha dicho en sus libros: escribe sobre el alma humana. Pienso que sí, después de enfrentar cada volumen como se enfrenta un viaje al dolor ajeno; pienso que escribe sobre el ser humano: quién es, qué siente, qué se pregunta cuando el destino le impone un giro dramático. Pero me atrevo a agregar que escribe sobre un tipo de ser humano, acaso atado a una geografía o a un contexto social-político-cultural-afectivo: el ser soviético, nada lejano al ser latinoamericano, tan indefenso frente a los poderosos, tan convencido de que la naturaleza de la que es dueño lo ha de salvar, tan enzarzado en su propia historia que frente al giro dramático que se le impone no puede más que chapucear, mover las extremidades y, a pesar de todo, hacer parte de un cuadro de infinita belleza.

Esta alma humana no se retrata desde la ficción, sino desde la entera realidad, o, dicho de otra forma, desde los sentidos de los que disponemos para pertenecer a, y recrear también, esa realidad. El alma humana hiede pero puede oler, destruye y es capaz de tocar, recuerda y se pierde en su propio olvido. De ella se sabe por la voz de los pueblos, de las personas que aún pueden hablar, mirarse a sí mismas y reconocerse en el hilo del tiempo.

Los invisibles de la guerra
La guerra no tiene rostro de mujer y Últimos testigos tienen en común la Gran Guerra Patria, ese mito de la memoria del pueblo ruso que antes de estos testimonios solo significa triunfo. Ahora, después de ellos, de estas voces que constituyen un tejido de dolor, el mito continúa pero es sacrificial. ¡Cuánto costó la Victoria! ¡Cuántas humanidades fueron gastadas para que la enorme patria se ensanchara! Svetlana Alexievich recorre gentes en busca de los pasados que los conectan en tanto individuos con el acontecimiento de la vida colectiva.

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Las mujeres, una a una, en sus relatos de intimidad, al revelar sus pensamientos, ideas, fantasías y hazañas minúsculas, se insertan en la guerra y descubren que la fuente de la vida, en el tal país poderoso, está contaminada de tristeza y a la vez de un imperativo de compasión. Las protagonistas de La guerra no tiene rostro de mujer lucharon, acompañaron, arengaron, mataron y salvaron, hicieron todo lo que se hace en la guerra y, más allá, encarnaron un deseo de sobrevivencia digna que sobrepasaba cualquier aspiración bolchevique, es decir, que poco tenía que ver con las decisiones de Stalin o con los trazados políticos de la enorme Rusia. Ellas combatieron y se jugaron las generaciones siguientes por una patria más sencilla, más pequeña, que las cobijaba a todas por igual: la familia. Siempre es por un hermano, por mamá o por papá, que estas voces persisten en ganarle al horror.

En Últimos testigos, los protagonistas son acaso nietos o hijos de aquellas mujeres. Su mayor pérdida en el desafío de la historia al alma rusa fue la infancia. No tuvieron época para ser niños, porque la escuela, los juegos, los cariños de los adultos, fueron abruptamente cortados por una noticia que llegó de afuera: alguien debía irse, alguien había muerto. Y esos hombres y mujeres sin infancia, que años después le contaron a Svetlana Alexievich los fragmentos de aquel tiempo, son los ciudadanos soviéticos, el pueblo ruso que un día tendría que presenciar su propio final.

ultimos testigos

Entonces, después de la Gran Guerra Patria, eso fue lo que quedó: mujeres y huérfanos, humanos acaso destruidos que, a pesar de todo, debían encarar el resto del siglo XX y engrandecer a su nación. ¿Cómo podían hacerlo? ¿Tiene tiempo una vida humana para rehacerse después de una guerra? ¿Cuánto del trauma individual puede sanarse para a su vez curar el trauma colectivo?

Porque estas voces únicas y a la vez representativas del universo ruso dicen que los hechos de la historia personal están superpuestos a los de la historia de la nación, y quizás viceversa. La guerra es solo una capa, pero cobija hasta un después inusitado, generacional, hasta los últimos días de la cortina de hierro, hasta que la Unión de las Repúblicas Soviéticas Socialistas desapareció de la faz de la tierra y apenas —qué gran “apenas”— quedaron de ella las voces, los relatos, la menuda evidencia de esa alma rusa, la que Svetlana Alexievich encapsula en sus libros y nos la hace ver como el halo luminoso de las estrellas que murieron hace miles de años.

Las operaciones del recuerdo
En Los muchachos de zinc y en Voces de Chernóbil, el mito aquel de la Victoria, con su característica sacrificial, se completa. Se trata de dos acontecimientos más que también hicieron mella en el alma rusa: la guerra contra Afganistán y la tragedia nuclear, ambos asuntos capaces de refutar la idea de grandeza que los políticos artífices del socialismo soviético habían querido imponer a todos los súbditos de su reino, incluso a aquellos que estaban por nacer. Los enviados al desierto de Afganistán son descendientes legítimos de las mujeres y los huérfanos de la Gran Guerra Patria; los monstruos creados por la dispersión de la materia nuclear son también el resto, los nadies habitantes de un gran territorio surcado por ríos, desvanecido entre potreros.

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La patria dibujada por Svetlana Alexievich está hecha con el grafito de la memoria, cuando no historia. El formalismo ruso y los intelectuales orgánicos del Partido ya habían escrito los libros escolares para fomentar la cohesión social a través de los logros (o lo que así llamaban) de su sociedad, dispersa y disímil en una geografía inabarcable.

Pero hacía falta la pequeñez de la patria, solo comprensible por quienes nacen y viven dentro de ella. Es esta pequeñez el alma humana y el alma de la misma patria, porque los rusos, como los leo en los libros de la autora galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 2015, son seres recios, profundamente políticos y sinceros en ello: ordeñan las vacas, asisten a la escuela, se ocupan del arado, trabajan como telegrafistas, y en cada acción de estas afirman su sentido de pertenencia de cara a la que consideran su madre legítima.

En el caso de las mujeres, los huérfanos ya adultos, los soldados sobrevivientes de Afganistán e incluso los desplazados y enfermos de la catástrofe nuclear, el pasado es un lugar seguro. No el pasado, sino el antes del pasado, cuando el hecho definitivo de sus vidas aún no había ocurrido. Este hecho, al que llamamos acontecimiento, no imposibilita, sin embargo, hechos principales de las vidas de estos testigos como individuos. Puede verse, a pesar de los testimonios profundamente dolorosos, que hay estoicismo o una sabia manera de continuar con la existencia a la que no puedo llamar resiliencia, sino más bien persistencia del mismo espíritu soviético. Porque los personajes de estos relatos tienen fuerza, la dejan emerger en sus relatos, en la capacidad de viajar al pasado para traer de allí un juguete amado, un libro de escuela, una mascota, un diminutivo tierno.

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Vale la pena observar en estas voces las operaciones del recuerdo, el cómo ellos y ellas (hay aquí que individualizarlos como hombres y mujeres), a quienes imagino conversando en salones de té, estaciones de trenes y salas de apartamentos desvencijados, son capaces de delinear escenas perfectas, que hablan por sí mismas, que con un verbo definen un rasgo de carácter y con él todo lo que posteriormente fue destruido. Y vale la pena escuchar a la propia autora reflexionando sobre estas operaciones del recuerdo en La guerra no tiene rostro de mujer, donde sus diarios de reportería hacen parte del material más valioso del libro:

Recordar es, sobre todo, un acto creativo. Al relatar, la gente crea, redacta, su vida. A veces añaden algunas líneas o reescriben. Entonces tengo que estar alerta. En guardia. […] He comprobado que la gente sencilla (las enfermeras, cocineras, lavanderas…) son las que se comportan con más sinceridad. Ellas —¿cómo explicarlo bien?— extraen las palabras de su interior en vez de usar las de los rotativos o las de los libros, toman sus propias palabras en vez de coger prestadas las ajenas. […] A menudo se ha de recorrer un largo camino, avanzar con rodeos, para poder oír el relato de la guerra femenina y no de la masculina: cómo retrocedían, cómo atacaban, en qué sector del frente… Con una entrevista no basta, hacen falta muchas. Así trabaja un retratista insistente (2015, p. 15).

Es, en suma, observar el emerger del pasado en una conversación sincera entre reportera y fuente, ambas profundamente humanas. Y de esos retratos que se van conformando tras cada charla, que pareciera una confesión nunca antes dicha, surgen los libros, materiales de información privilegiada que interpelan al poder y a la misma Patria. En Los muchachos de zinc, Svetlana Alexievich tuvo que vérselas con la censura, pues los hombres de la política no consideraban posible que la palabra menuda impugnara la palabra Historia; como evidencia de esta disputa, a la larga disputa por la memoria, consigna la autora en el volumen que narra el abandono del Estado sobre los soldados rusos que combatieron contra Afganistán:

—Después de leer un libro como este, nadie querrá ir a la guerra. Usted con su primitivo naturalismo está humillando a las mujeres. A la mujer heroína. La destrona. Hace de ella una mujer corriente. Una hembra. Y nosotros las tenemos por santas. […]
—Sí, es cierto que la Victoria nos ha costado mucho, debería usted buscar los ejemplos heroicos. Hay miles. En cambio, se dedica a sacar a la luz la suciedad de la guerra. La ropa interior. En su libro, nuestra Victoria es espantosa… ¿Qué pretende?
—¡Esto es mentira! Es una difamación contra nuestros soldados, que salvaron a media Europa. Contra nuestros partisanos. Contra nuestro heorico pueblo. No necesitamos su pequeña historia, necesitamos una Gran Historia. La Historia de la Victoria. ¡Usted detesta a nuestros héroes! Detesta nuestras grandes ideas. Las ideas de Marx y de Lenin (2016, pp. 31, 33, 35).

En los libros de Svetlana Alexievich, escritos con la técnica esencial del periodismo —ir al lugar, hablar con las personas—, los protagonistas —centenares de voces que asumen ese rol conferido en las novelas a unos pocos— son testigos de una era, hacen parte ellos mismos del acontecimiento constituido por la existencia del mundo soviético, y lo que cuentan es esencialmente memoria, individual, colectiva, social, de repente histórica. El mérito de la reportera es, mucho más que entrevistar a tanta gente, saber leer las entrelíneas que le plantean los relatos ajenos, el ir descubriendo en cada libro, y dentro de estos en cada capítulo, el devenir de un pueblo, el destino trágico-glorioso de sus vecinos de estación, conciudadanos de un país que fue sembrado y regado por una masa política y que, de igual forma, fue arrancado no sé si de raíz: se le impidió el presente y el futuro, pero el pasado quedó ahí, dispuesto para el escrutinio y para el refugio.

Libros de Svetlana Alexievich
La guerra no tiene rostro de mujer. Bogotá: Debate. 2015.
Voces de Chernóbil: Crónica del futuro. Bogotá: Debate. 2015.
El fin del homo sovieticus. Barcelona: Acantilado. 2015.
Los muchachos de zinc: La guerra en Afganistán. Bogotá: Debate. 2016.
Últimos testigos: Los niños de la Segunda Guerra Mundial. Bogotá: Debate. 2016.