En esta crónica, el periodista y escritor Juan José Hoyos cuenta la historia de Zorba, el comandante de una brigada de choque conformada por estudiantes de la Universidad de Antioquia en 1970. Eran tiempos de guerra, y en la Ciudad Universitaria había pedreas todos los días. Zorba estudiaba física y era uno de los miles de jóvenes que se habían rebelado contra los dogmas. Ahora es un abuelo que lo comprende todo.

Por Juan José Hoyos

Eran tiempos de guerra. En la Ciudad Universitaria había pedreas todos los días. Los estudiantes de la Universidad de Antioquia querían tumbar al rector y protestaban por la guerra de Estados Unidos contra Vietnam y por la visita a Colombia del Secretario de Estado Nelson Rockefeller. La policía allanaba la universidad cada semana con escuadrones de caballería, carros antimotines y pelotones de asalto armados de gases lacrimógenos, cascos, escudos y garrotes.

Para enfrentarlos, los estudiantes formaron una brigada de choque. Zorba era su comandante. Su especialidad: las hondas. Cuando aparecía la policía montada y atravesaba la calle Barranquilla, él escogía un carabinero, preparaba la honda, apuntaba y ¡zzzuassss! La piedra silbaba. Luego sonaba cuando se estrellaba contra el casco. El jinete caía. Enseguida, los estudiantes lo desarmaban. Zorba se ponía el casco, recogía el garrote y se iba a pelear cuerpo a cuerpo con los policías. A veces le corrían de miedo hasta sus propios compañeros que no lo reconocían con ese atuendo. Luego, la brigada inventó otra arma terrible. Cuando la policía allanaba el campus y entraba a caballo persiguiendo a los estudiantes y golpeándolos, ellos regaban miles de bolas de cristal en el piso. Los caballos las pisaban, se resbalaban, sus patas vacilaban y los jinetes iban a dar al suelo.

¿El año? Tal vez 1970. Un año agitado por las protestas contra la guerra, por la campaña electoral en Colombia, por las invasiones campesinas de tierras, por la lucha de los estudiantes por cambiar el anacrónico sistema de gobierno de las universidades públicas. Yo era estudiante de periodismo y aunque no pertenecí a ninguna brigada de choque, era como Zorba uno de los miles de estudiantes que me había rebelado contra los dogmas. Eran tiempos difíciles. Hacía dos años, en Francia, había estallado la revuelta de 1968. Había grandes protestas en las universidades de Estados Unidos pidiendo al gobierno poner fin a la guerra de Vietnam.

Zorba estaba matriculado en la carrera de Física. Se llama Jairo Arango y nació en 1947 en Andes, en el Suroeste de Antioquia. Su padre era transportador, y crió a su familia durante la violencia de los años cincuenta. Por los ríos Barroso y San Juan bajaban cadáveres todos los días. En 1953, decidió venirse a vivir en Medellín. Aquí sus hijos crecieron y casi todos se hicieron profesionales. Zorba se volvió un andariego. Su primera excursión fue al morro de El Salvador a los 7 años. Después se voló para la costa Atlántica. En 1972 se fue para Itsmina, Chocó, a enseñar matemáticas en el colegio del Vicariato. Atravesó a pie el Tapón del Darién y cruzó muchas veces las selvas del Alto Andágueda y los farallones del Citará, los mismos que veía incendiarse con la luz del sol, cada mañana, desde Andes, cuando era niño y su madre lo asoleaba después del baño. “Eso fue un imán del carajo”dice. En 1973 regresó a la universidad a estudiar matemáticas puras. Se retiró cuando estaba matriculado en ingeniería mecánica. Por último, se dedicó a las ventas y a la industria. Sin embargo, sacaba tiempo para visitar a los indios de Urabá y Chocó y organizar con ellos comedores comunitarios y huertas caseras. También leía, componía canciones y tomaba fotografías.

Unos años más tarde sus padres y sus hermanos organizaron una reunión familiar. Zorba volvió a encontrarse con sus primos, muchos de ellos oficiales retirados de la Policía Nacional. Uno de ellos entró a su cuarto. Sus ojos se detuvieron en una repisa donde había puesto uno de los cascos averiados por las piedras de su honda, un recuerdo que había guardado de las trifulcas en la universidad. El primo buscó el número que identificaba el casco y se quedó mirándolo, perplejo. Luego dijo: ¿Entonces vos fuiste el hijueputa que me pegó ese tracamanazo y me tumbó del caballo? Los dos se rieron de la historia, con los demás primos, el resto de la noche.

Ahora, Zorba ya no tira piedras ni quiebra vidrios porque está convencido de que eso no sirve para cambiar un país, así piense todavía que Colombia es una sociedad injusta, excluyente, desigual. Ahora fabrica espejos y los exporta. Y sigue tomando fotos, cantando, escribiendo y tallando madera. También, organizando comedores comunitarios, esta vez para mujeres del campo. A los 69 años es el mismo hombre corpulento, de ojos azules, que ríe a carcajadas. Y aunque ama a su familia, vive solo en una pequeña casa que hizo con sus propias manos en medio de los bosques del Alto de Santa Elena. Ahora es un abuelo que lo comprende todo.