En el año 2000 Pacho y su familia tuvieron que huir de Colombia y exiliarse en Suiza por su militancia de izquierda. Hoy, cuando el país transita hacia el fin del conflicto con las guerrillas de las Farc y el Eln, están convencidos de que quieren regresar a trabajar por la paz.

Por Natalia Maya Llano
Ilustración: Laura Ospina

Era 1970. Pacho* tenía 10 años y se batía en una dicotomía que todavía no alcanzaba a comprender. Su padre, “una combinación extraña, de origen conservador pero también masón”, le ordenaba distribuir afiches de la Anapo que invitaban a votar por Gustavo Rojas Pinilla a la presidencia, y sus hermanos mayores, influenciados por el camilismo y el abstencionismo, lo enviaban a pegar carteles de “No vote”.

“A mi corta edad ya estaba involucrado en el movimiento social” –cuenta Pacho–. Desde sus tres años ayudó a cargar piedritas, participó de los convites en la autoconstrucción de los barrios La Francia y los Populares en Medellín, y fue “campanero” junto a otros niños de su edad, anunciando la llegada de los policías que siempre terminaba en una batalla.

“Nos sentábamos en un morrito a jugar –recuerda con humor–, y extendíamos varios tarros llenos de piedras y los sosteníamos con pitas, cuando veíamos que a lo lejos subían los carabineros, por los lados de Villa del Socorro o por la parte de atrás del Playón de los Comuneros, hacíamos sonar los tarros y la gente iba saliendo con sus machetes, azadones, picos y palas. Las mujeres embarazadas se resguardaban en los ranchos y sacaban las banderas de Colombia, y el padre Vicente Mejía celebraba una misa en medio de la resistencia”.

En esa época la urbanización desorganizada de las laderas de Medellín estuvo marcada por fuertes procesos de resistencia. En la zona nororiental podían distinguirse dos líneas: la de la iglesia popular guiada por el Documento Medellín -en el que se proclamaba la presencia de la iglesia para transformar a América Latina a la luz del Concilio Vaticano II-; y la del partido comunista, que encontró en los desplazados que iban llegando a la ciudad importantes focos de lucha urbana.

El padre de Pacho, un campesino que había llegado a Medellín desplazado por la violencia de los años cincuenta, lideró el proceso de apropiación de la tierra y autoorganización barrial a través de un movimiento que él mismo creó, llamado El Arca de Noé. Tanto él como su esposa, dos fieles practicantes de la religión católica, se inclinaron por el trabajo de los curas Vicente Mejía, Gabriel Díaz y Federico Carrasquilla, tres hombres comprometidos con los más pobres que asumieron la defensa de la vivienda como una lucha propia.

“Esos tres padres, cada uno en su momento, marcaron mi vida” –asegura Pacho–.

Cuando estaban decidiendo qué nombre ponerle a uno de los barrios de la zona nororiental, el padre de Pacho propuso llamarlo como su movimiento, El Arca de Noé, pero pudo más la influencia de los comunistas que, como no creían en cuentos bíblicos, lo llamaron Barrio Popular, en honor a la resistencia de sus habitantes.

“Pese a que existía esa división ideológica –advierte Pacho–, todos estábamos luchando por la misma causa: levantar los barrios juntos. En ese sentido, participamos y lideramos la construcción del centro de salud, de la parroquia la Divina Providencia y de lo que hoy es el colegio Federico Carrasquilla, que para ese entonces lo llamamos el Centro de Capacitación, en contraposición a otros habitantes que querían tener allí un puesto de policía”.

Durante esos años, muchos universitarios comenzaron a subir a estos barrios a adelantar labores de “concientización, alfabetización y organización”. Pacho no olvida que también llegaban médicos y misioneros cristianos. “Así fue que tuve la oportunidad de conocer, siendo muy joven, a Héctor Abad Gómez, a Leonardo Betancur y a cientos de jóvenes que hacían parte de los Grupos Campamento y Misión, que llevaban brigadas de salud a las zonas más marginadas de la ciudad”.

A la par con su compromiso barrial, Pacho comenzó a involucrarse en actividades culturales y políticas. Integró un grupo de teatro cuya obra más popular era la historia de autoconstrucción de los barrios de la zona nororiental; distribuyó el periódico del Frente Unido y después el periódico Siete, que no recuerda por qué se llamaba así; hizo parte de la Junta Prodefensa del Transporte en 1972 y, en una de las movilizaciones que convocaron para exigir que se mantuviera el transporte con subsidio en Medellín, fue detenido por primera vez, aunque lo dejaron en libertad al otro día.

“Nos fueron formando como semilleritos infantiles y juveniles que ya hablábamos de revolución” –menciona Pacho–. Leían las obras de los clásicos y de Mao Tse-tung, y recibían las revistas Pekín Informa y China Reconstruye. Él había empezado, por su cuenta, a leer textos como La Madre, de Máximo Gorki, Así se templó el acero, de Nikolai Ostrovski y Al pie del patíbulo, de Julius Fucik. Y con todo lo que fueron aprendiendo produjeron ellos mismos su boletín clandestino, llamado El Bocón.

Desde entonces, su vida se cargó de un compromiso social que transitó de lo barrial, a lo cultural, estudiantil, obrero, sindical, político y popular. En su bachillerato hizo parte de los Grupos de Activistas Coordinados de Secundaria (Gracos) y tuvo su segunda y última detención, esta vez por integrar una brigada de propaganda que convocaba a un paro nacional; antes de quedar libre fue torturado y esto le provocó un trauma que más tarde tuvo consecuencias en su salud.

En 1979, cuando ingresó a estudiar Ingeniería Mecánica a la Universidad de Antioquia, enfocó su actividad política hacia la clase obrera y sindical.

“Yo era un activista social con deseos de ciencia –afirma Pacho–, tuve el ideal de poner la ciencia al servicio de las comunidades. Por eso elegí una ingeniería”. Pero durante los cinco semestres que estudió, antes de desertar, se involucró de lleno en el trabajo con los jóvenes de las fábricas, buscando fortalecer los sindicatos y creando lo que llamaban en ese entonces Comités de Base.

“Teníamos círculos de estudio y trabajo con los obreros –señala Pacho–. A mí me tocó inicialmente Fabricato y luego Empresas Públicas. Mirábamos en qué sitios se reunían y hasta allá íbamos. Yo recuerdo que los de EPM se mantenían en Tejelo, al lado del Edificio Miguel Aguinaga, entonces los sacábamos de las cantinas y les echábamos nuestro discurso de los principios proletarios y de lucha contra el patrón. Llegamos a integrar el Comité Intersindical de Acción Conjunta (Cosaco) y el movimiento de Sindicalismo Independiente y Clasista”.

Mientras tanto, en la Universidad, Pacho participó de la creación del Frente Estudiantil Revolucionario Sin Permiso y del movimiento político ¡A Luchar!.

Él era uno de los que creía que la Universidad debía mantenerse abierta y deliberativa, por eso trabajaba bajo la consigna “¡A estudiar y a luchar por la liberación nacional!”.

“Es que en la de Antioquia –explica Pacho–, estudiábamos los de los estratos más bajos y de los barrios más populares, nosotros no podíamos darnos el lujo de perder mucho tiempo, necesitábamos salir y trabajar por nuestros ideales, por eso promovíamos mucho la investigación, la vinculación con las comunidades y el compromiso social”.

En esa época fue testigo de la represión y la desaparición de muchos de sus compañeros, así como de la guerra sucia contra los movimientos de izquierda y del extermino de la Unión Patriótica, El Frente Popular y ¡A Luchar!. Esto, sumado a los largos paros estudiantiles y a que cada vez veía menos materias de humanidades en su carrera, lo llevaron a tomar la decisión de dejar la UdeA.

“Todo ese contexto, más el derrumbe internacional de los paradigmas socialistas, me reafirmaron en la idea de que debíamos construir un socialismo desde nuestras raíces, pero a su vez me mostraron que no había fuerzas para edificar otros pensamientos. Fue un momento de repliegue”.

Pacho se casó en 1986 con una estudiante de sociología de la Universidad de Antioquia y se dedicó a trabajar para sobrevivir. Fue ebanista, tornero, mecánico y taxista. En 1987, el miedo que traía desde sus años como militante activo de la izquierda le pasó factura, acelerándole un daño de riñón y obligándolo a someterse a un trasplante en el que su hermana fue la donante.

Ya en 1990, cuando se sentía más tranquilo y aliviado, se vinculó nuevamente a los sindicatos y, en 1993, reingresó a la universidad y al movimiento cooperativo.

“Quise estudiar algo para poderle aportar a las comunidades desde una economía alternativa. Ingresé a la Universidad Luis Amigó a una carrera que se llamaba Administración de Empresas con énfasis en economía solidaria, fui de los primeros egresados. Allí retomé de lleno el movimiento cooperativo y el trabajo popular, profundizando en teorías como la de la entropía aplicada a los movimientos sociales y el pensamiento complejo de Edgar Morin”.

Hizo su carrera creando diversas cooperativas. Tuvo una de artes gráficas y otra de comunicaciones que incluía emisora, canal comunitario y un centro de publicaciones. Con la producción de periódicos y boletines fortaleció, en compañía de sus socios, un circuito de economía alternativa en la zona noroccidental que llamaron El Grupo de Economía Solidaria La Esperanza.

Este Grupo, que tuvo sus raíces en el Colegio Cooperativo La Esperanza, llegó a contar con una cooperativa de ahorro y nueve empresas que se dedicaban, entre otras cosas, a la distribución de abarrotes y alimentos. Pero mientras Pacho más se integraba al movimiento comunitario y solidario, más necesidad sentía de retornar a la política y a la investigación social, por eso se vinculó al Instituto Popular de Capacitación (IPC), siendo muy activo en la década de los noventa como investigador en temas de derechos económicos, sociales y culturales.

Hasta que en 1999 le tocó presenciar el secuestro de varios miembros del IPC y ser víctima de la persecución hacia esta organización por parte de la banda La Terraza, que estaba al servicio del jefe paramilitar Carlos Castaño.

En medio de esta situación, Pacho logró irse durante unos meses a Venezuela a adelantar una pasantía profesional en los barrios de Caracas, gracias a un programa de protección. A su regreso cursó una Especialización en Docencia Universitaria y se vinculó como profesor de cátedra a la Universidad Cooperativa y al Tecnológico de Antioquia.

Un sábado del año 2000, cuando se dirigía a dictar clase, sufrió un atentado del que salió ileso pero que lo obligó a abandonar el país.

“Yo ya sabía que en cualquier momento me tocaba a mí –cuenta Pacho–. Ya había enterrado a muchos compañeros y fue muy duro. El atentado, más las amenazas que comenzó a recibir mi hijo por acompañar el movimiento estudiantil del colegio Pascual Bravo, me demostraron que ya todos estábamos en riesgo y que no era responsable quedarnos”.

Exilio y ‘collar de perlas’
Amnistía Internacional, el IPC, la ONG Brigadas Internacionales de Paz y un grupo Ad-hoc de solidaridad ayudaron a salir del país a nueve familias que se encontraban en la misma condición de Pacho. Este tuvo que dejar su empresa de artes gráficas, su vinculación como profesor y vender el apartamento y el carro por lo primero que le ofrecieron.

No podían elegir a qué país ir. A él y a su familia les correspondió Suiza. “Yo no sabía qué era ni dónde quedaba Suiza –recuerda Pacho–, el día antes de irme me di cuenta de que eso era pequeñito, yo lo confundía con Suecia, pero bueno, llegamos allá y no sabíamos ni decir bon jour. Uno de mis dos hijos, cuando lo recibieron en el aeropuerto, creyó que le estaban ofreciendo un Bon Yurt”.

Los primeros veinte días de exilio estuvieron encerrados “como en una cárcel”, no podían salir y los hombres debían estar separados de las mujeres. Ellos corrieron con suerte porque una señora española les liberó un espacio y pudieron estar juntos como familia, mientras los reseñaban y los ubicaban.

Después, los enviaron a un hogar de refugiados ubicado en una montaña donde no se veía sino nieve. “Yo decía que quería tranquilidad pero no tanta –cuenta a modo de chiste–, además no sabíamos caminar en la nieve y estábamos tan mal abrigados que el frío casi nos mata. Nos sentíamos tan desarraigados, sin saber hablar francés, y compartiendo cocina y baños con otras 180 personas que estaban en nuestra misma condición, en un espacio que comenzó a volverse violento. Mi esposa y yo entramos en una depresión muy fuerte”.

Pasaron nueve meses hasta que les dijeron que sí tenían el permiso para quedarse como refugiados. Esa noticia marcó el nuevo comienzo de Pacho y su familia: recibir un subsidio –que después tendrían que reintegrar–, habitar una casa, aprender lentamente el idioma, llevar a sus hijos a la escuela, conseguir los primeros trabajos y entablar nuevas amistades.

“Los primeros cinco años – recuerda Pacho– fueron de mucho sufrimiento, nos tocó romper esquemas. Yo llegué a Suiza y no le daba la espalda a nadie, caminaba y siempre hacía controles, hasta lo último soñé que me iban a matar, ahora es que estoy empezando a soñar bueno. Ese rompimiento en nuestro proyecto de vida pudimos transformarlo en una oportunidad”.

El mayor de sus hijos habla nueve idiomas y el menor seis, ya ambos terminaron sus carreras y se están especializando. Pacho, después de un buen tiempo, pudo hacer su máster en Estudios del Desarrollo, en la Universidad de Ginebra, retomó el trabajo comunitario y lideró la creación de un movimiento social que se llama Barrios Solidarios.

“El proceso de adaptación fue lento –cuenta Pacho– pero finalmente logramos reponernos y, lo más importante, mantenernos juntos. Creo que los vínculos fuertes que traíamos como familia, como proyecto político, más la disciplina personal y la formación en valores humanos, fue lo que nos permitió esa resiliencia. Por eso hoy, cuando nos sentamos y miramos hacia el pasado, decimos metafóricamente que hicimos de esa situación tan dolorosa un collar de perlas, desde el sufrimiento sacamos fuerzas para salir adelante y transformar nuestras vidas”.

Preparando el regreso
Cuando Pacho y su familia llegaron a Suiza, él era el único que estaba convencido de que su estadía sería transitoria. “Por ahí en cinco años se calma la cosa y podemos regresar – cuenta que les decía–. Pero mi esposa me respondía escéptica, “esperé y verá”. Pasaron cinco años, diez, mis hijos terminaron de estudiar, recibieron la nacionalidad, y siempre terminamos proponiéndonos que el próximo año sí”.

Estando por fuera de Colombia Pacho continuó con su actividad política. Participó activamente de la creación del Polo Democrático en Europa y desde que se implementaron los diálogos de paz entre el gobierno y las Farc, ha estado pendiente de cómo puede contribuir.

Aunque confiesa que el 2 de octubre -día en el que se convocó al plebiscito por la paz-, hubiera votado sí de haber podido, pero no muy convencido.

“Yo estaba en Colombia, por eso no pude votar, porque debía hacerlo en Suiza. Ese proceso de La Habana es muy importante que se dé pero se ha hecho de espaldas a la sociedad, sin tener en cuenta al pueblo, a los movimientos sociales, en su lugar hay mucho interés de las multinacionales para poder aprovechar con más facilidad la extracción de recursos naturales. Yo tengo mucha esperanza en el proceso que se instale con el ELN, porque van por delante los movimientos sociales. Y ahí es donde yo quiero participar, por eso estoy preparando el regreso al país, vinculándome a la corriente de Poder y Unidad Popular (PUP) del Polo”.

Mientras se da el regreso, Pacho prepara la sustentación de su tesis doctoral en Geografía Humana, en la que teoriza sobre la reconstrucción del tejido social en las comunidades. Él y su esposa ya están mentalizados para vivir de nuevo en el país. “Estoy convencido de que puedo aportar más en Colombia y en América Latina, desde mi trayectoria de trabajo comunitario e investigativo y con mis reflexiones y experiencias contribuir a construir paz”.

*Nombre cambiado por petición de la fuente para proteger su seguridad.